Platero
es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría
todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de
azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto y se va al prado, y acaricia tibiamente con
su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y
gualdas... Lo llamo dulcemente: “¿Platero?”, y viene a mí
con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé
qué cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las
uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su
cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...;
pero fuerte y seco por dentro, como de piedra... Cuando paseo sobre
él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los
hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
- Tien’ asero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
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